Nadie se dio cuenta.

Ninguno de los vendedores, cambistas o frailes que deambulaban aquel ocaso por los alrededores de San Francesco el Grande se fijó en el sujeto desgarbado y malvestido que penetró a toda prisa en la iglesia de los franciscanos. Era víspera de fiesta, día de mercado, y bastante tenían los milaneses con aprovisionarse de viandas y enseres para los días de duelo oficial que se avecinaban. En semejantes circunstancias, era lógico que un vagabundo más o menos les trajera sin cuidado.

Pero aquellos necios, sin embargo, se equivocaron una vez más. El mendigo que había entrado en San Francesco no era uno cualquiera.

Sin darse un respiro, el hombre de la ropa raída dejó atrás la doble fila de bancos de madera que flanqueaban la nave principal y apretó el paso hacia el altar mayor. En la iglesia no se veía ni un alma. Mejor. Al fin le había sido permitido ver una tabla, La Virgen de las Rocas, de la que muy pocos en Milán conocían su verdadero nombre: la Maestà.

Se acercó con cautela. Su corazón se aceleró. Allí, en la soledad absoluta del templo, el peregrino alargó su mano con cierto temor, como si pretendiera unirse para siempre a aquella escena divina. Pero al echar un nuevo vistazo al insigne óleo, algo captó su atención. Qué extraño. Pronto, una vertiginosa sensación de horror creció hasta apoderarse del peregrino. ¡Alguien había alterado la Maestà!

-Dudáis, ¿no es cierto?

El vagabundo no movió ni un músculo. Se quedó helado al escuchar una voz cavernosa y seca a su espalda. No había oído chirriar los goznes de la puerta de la iglesia, así que el intruso debía llevar un buen rato observándole.

-Ya sé que sois como los demás. Por alguna oscura razón los herejes venís por manadas a la casa de Dios. Os atrae su luz, pero sois incapaces de reconocerla.
-¿Herejes? –susurró paralizado.
-¡Oh, vamos! ¿Creíais que no nos íbamos a dar cuenta?

La lengua del peregrino no acertó a articular una palabra más.

-Al menos esta vez no hallaréis el consuelo de orar ante vuestra despreciable imagen.

Su pulso estaba desbocado. Sabía que había llegado su hora. Estaba aturdido, furioso. Se sentía burlado por haber arriesgado su vida por postrarse ante un fraude. La tabla que tenía frente a sus ojos no era la Opus Magnum. No era la Maestà prometida.

-No puede ser... –murmuró. El desconocido rió.
-Es muy fácil de entender. Os concederé la gracia del conocimiento antes de enviaros al infierno. ¿No os dais cuenta que Leonardo?

¿Traicionado?
¿Era posible que el maestro Leonardo hubiera dado la espalda a sus hermanos?
El peregrino notó que algo iba mal. Un siseo metálico, como el que haría una espada al salir de su vaina, sonó a su espalda.

-¿...También acabaréis conmigo?
-El Agorero terminará con los imprudentes.
-¿El Agorero...?

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